El escándalo del silencio

Por: Stephany Reyes


 

¿Te has preguntado cuánto ruido hace la indiferencia, la discriminación o la burla? ¿Has reparado alguna vez en pensar lo estruendoso que es señalar a alguien por una condición? Yo no lo había pensado hasta que reflexioné en cómo se traducirían en decibeles las agresiones que ha recibido mi hermano sordo. Así, SORDO. No “sordomudo”, no “sordito” y menos “malito”. 

Desde que detectaron su discapacidad producida por una negligencia médica y la gente comenzó a notarlo, le adjudicaron adjetivos que no describían su sordera, sino un nivel increíble de capacitismo y desinformación a voluntad. Mi mamá siempre nos educó diciendo que era un niño común y corriente y que la única diferencia era que él no escuchaba ni percibía el mundo sonoro que nos rodea, y así crecí, sabiendo que no había un ser extraño en mi casa, sino una persona que me enseñó a leer los labios y así pudimos enterarnos sin escuchar cuando mamá nos acusaba con papá.

El 24 de noviembre nació Anwar. Su llegada al mundo en un elevador del Hospital de Perinatología no fue lo abrumador, lo abrumador fue que se trataba de un bebé de siete meses con una madre cuyo factor sanguíneo (O negativo) no ayudaba a mejorar la situación. Vivieron un largo peregrinaje a bordo de una ambulancia rogando atención médica en un caótico Distrito Federal de 1987. Ningún hospital quería aceptar una condición médica tan complicada donde prácticamente las posibilidades de supervivencia para ambos eran nulas. 

La inminente ruptura de fuente, los dolores de parto y un apocalíptico sangrado se transformaron en acumuladores de negativas hasta que los paramédicos decidieron enfilarse a Lomas de Chapultepec para, prácticamente, abandonar en la puerta de urgencias a una moribunda parturienta. Los médicos le preguntaron datos generales y la metieron al elevador para conducirla a la sala de partos. Anwar no aguantó más y abandonó el saco gestacional para abrir todos sus sentidos al mundo que lo recibía con música clásica de fondo, siendo ésta la única que ha escuchado en su vida.

 

El pequeño fue ingresado a incubadora. Los cuidados neonatales eran extremos al tratarse de un sietemesino, quien además, había nacido con los dedos de los pies pegados al no completar el periodo de gestación. Y, como si se tratase de un sumatorio, una gripe se asomó a la incubadora como una especie de maldición, el moco y la febrícula fueron lo menos fatal de aquel suceso. Una inyección con una dosis de antibiótico equivocada secó por completo las esperanzas de escuchar un trinar de pájaros o el consabido regaño de mamá.

 

Nunca se le habló a su madre de efectos secundarios o posibilidades catastróficas. Simplemente, el pequeño fue dado de alta celebrando su permanencia en la tierra, aún con lo fatídico de su nacimiento. Su madre lo arrullaba, le cantaba, le hablaba y él no se inmutaba; sus siestas eran largas y no había nada que lo despertara. “Es un bebé muy tranquilo” pensaba todo mundo. “Tiene el sueño pesado” creía mamá. Sin embargo, lo realmente inaguantable sería su tímpano seco y el 99% de pérdida auditiva que a los siete meses de nacido le fue diagnosticada. 

Mamá comenzó a indagar. El olfato canino de que algo había sucedido en el hospital durante su estancia se despertó y logró obtener la información que necesitaba para seguir. En efecto había sido un error médico del cual, no había solución real más que solventar los gastos que él mismo había generado. Una demanda bastó para que Anwar pudiera obtener los estudios especializados para darle nombre a esa equivocación: Sordera profunda. “Su hijo nunca va a escuchar nada y el uso de aparatos solo será un apoyo del 10%”. Palabras que martillaron los oídos y el corazón de una madre que no tenía idea de cómo manejar el silencio.

Y ahí, mamá se convirtió de nuevo en peregrina. Hospitales especializados, fundaciones, Centros de Atención Múltiple y organizaciones civiles se convirtieron en sus oasis en medio del devastador panorama que una discapacidad parecía ofrecerle. Pero, la valentía y la bravura de una veracruzana enamorada y enojada salieron a relucir al tomar la manita del pequeño y lidiar con el mundo que no está listo para vivir compartiendo sentidos y así ayudar a quienes carecen de alguno.

Yo llegué al mundo cuando Anwar tenía dos años. Crecimos como “cuates” y la gente juraba que lo éramos por como nos llevábamos. Mi primera escuela fue el Centro de Atención Múltiple #48 ubicado en Campos Eliseos donde Anwar cursaba el preescolar con otros niños y niñas sordas; lugar que quedaba a una hora y media de casa y al cuál solo se podía llegar en Ruta Cien, con el temor de que un día fuera tomado por los grupos porriles de los ajetreados 90.

 

Recuerdo perfecto haber llegado a preescolar sabiendo hacer todo porque Anwar me lo enseñó. Pero también recuerdo las expresiones de madres y padres al enterarse que yo tenía un hermano sordo. Era como si la sordera se tratara de una enfermedad contagiosa y mortal. Varias veces escuché el “no te juntes con ella porque su hermano está malito” o “pobrecita, es que su hermano es sordito”. Mamá me enseñó que la gente hablaba sin saber y que no les hiciera caso, pero siempre me molestaba que se refierieran así de mi hermano.

 

Crecí, y con un hermano carente de audición, pareciera que recibí entrenamiento para abrir mis sentidos en su máximo esplendor y detectar la burla, la humillación, el desprecio y la discriminación a kilómetros. Bueno, en realidad es que siempre son notorias, pero me gusta hablar de ello como si de niña se hubiera tratado de un súper poder. La terapista de lenguaje le recomendó a mamá no aprenderse el lenguaje de señas para forzarlo a hablar y sucedió, pero obviamente sus palabras no se escuchaban igual que en los demás.

Risas, dedos inquisidores, miradas discriminatorias fueron el pan de cada día durante muchos años. Me vi envuelta en peleas por defenderlo cuando se burlaban de él hasta que comprendí que no podía estar toda la vida detrás de él y que además, jamás me lo había solicitado. Entonces, mejoré la estrategia, enseñarle a vivirse como lo que era, un niño normal en un mundo donde la diferencia es catalogada como falla.

 

Nunca podré hablar desde sus zapatos. No sé lo que se sienta tocar una bocina para poder percibir con tus manos un sonido que desconoces, no tengo la menor idea de lo que significa mirar una película o asistir a una reunión donde tengas que estar atento a los labios de la gente para poder entender lo que está sucediendo. Pero, desde mi experiencia puedo hablar de lo urgente que es, aún con la corrección política que se persigue hoy día, poner sobre la mesa el tema de las personas con discapacidades. 

 

No se trata solo de hacer espacios inclusivos o tomar la agenda del lenguaje incluyente para exigir el aprendizaje de la lengua de señas, cuando años atrás nadie tenía conciencia de lo necesario que es para que las personas no sean segregadas. No es cuestión de hablar en diminutivos para tratar de minimizar una condición y menos de llamarlo con adjetivos que no corresponden a las capacidades de la gente. Se trata de ampliar la empatía y expandir nuevas formas de relacionarnos entre todas y todos quienes habitamos este lugar.

La vista, el tacto, el olfato, el gusto y el oído pueden ser compartidos en cualquier expresión. Aprender a palpar sonidos, disfrutar tocar paisajes, saborear momentos y olfatear sentimientos es primordial en un mundo donde aún nos falta comprender que las discapacidades no son encarecedores ni motivos de lástima o conmiseración. Vivir con una discapacidad no es limitante, el límite radica en el menosprecio y la estigmatización.

Valdría la pena con ello, preguntarse entonces, ¿quién realmente está discapacitado?

 


Sobra la autora:

Stephany Reyes es Licenciada en Periodismo por la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Fotógrafa por amor a la narrativa de las imágenes. Colaboradora freelancer. Antiespecista y feminista por convicción.

“Las letras y las imágenes son el bloque desde donde construyo mi realidad”.

Contacto

FB/Twitter/Instagram: Bruja Amapola

 

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