Criminalizar no es una opción

La tortura es una práctica generalizada y sistemática que se lleva a cabo en México como un mecanismo para investigar delitos; esta situación ha sido ampliamente documentada en manuales, artículos de investigación, sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y propiamente sancionada en códigos penales alrededor del territorio.

Pero la tortura no solo existe  como mecanismo de investigación.

Aterricemos por un momento en los Centros privados o públicos que se encargan de “rehabilitar” a las personas que consumen drogas o alcohol. Esos centros, alejados de la vista pública, son lugares que operan en muchas ocasiones, con total impunidad para torturar a las personas que deciden emprender el camino hacia dejar las adicciones cualesquiera que estas sean. Al encontrarse internas y sin poder comunicarse o convivir con sus familias o personas ajenas a dichos centros, podrían estar sujetas o sujetos a condiciones inhumanos, malos tratos o incluso tortura.

De conformidad con un informe presentado por el Colectivo por una Política Integral Hacia las Drogas (CUPIHD), en México existen unos 2 mil centros de tratamiento para las adicciones con modalidad residencial, término oficial para nombrar la estancia en internamiento.

Esta cifra, sin embargo, varía según la instancia que la presente. La Comisión Nacional contra las Adicciones (Conadic) y la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD), señalan que existen 2 mil 291 centros en el país, de los cuales hay 248 en el Distrito Federal y 158 en Baja California; mientras que el Cenadic señala que existen 2 mil 027 centros del mismo tipo (CUPIHD 2015). De esta declaración, caben destacar los siguientes puntos:

1)    No hay información uniforme respecto al número exacto de Centros de internamiento que existen en el país.

2)    Si las propias autoridades desconocen el número y esparcimiento de los centros, ¿cómo evitar entonces que las personas internas puedan sufrir tratos crueles o tortura?

La situación en los centros de rehabilitación de las adicciones en México debería preocupar más a las autoridades que el hecho de criminalizar el consumo; para que exista una verdadera incidencia en términos de rehabilitación, es necesario realizar censos para saber cuántos centros existen, para qué tipo de adicciones están especializados y si cuentan con algún tipo de certificación para los servicios que brindan.

Desde la sociedad civil se debe propugnar porque estas instituciones se abran a la inspección de organismos públicos de derechos humanos y organizaciones civiles para evaluar los servicios que ofrecen, y más allá de criminalizar, ayudar a estas a trascender hacia una verdadera organización pública y privada que busque rehabilitar a las personas que sufren adicciones, sin malos tratos y tortura.

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