Traslados penitenciarios: ¿Estrategia de seguridad o aislamiento?
En los últimos dos años, trascendieron con frecuencia noticias sobre incidentes violentos en los centros penitenciarios mexicanos. Las historias se repiten con el mismo guión: incidente violento (motín, riña, protestas) seguido por un traslado masivo de los elementos “perturbadores” del centro, como si fuera la fórmula mágica para restaurar cierta gobernabilidad; o bien presentaciones mediáticas de personas que presuntamente pertenecen al “narco”, seguido del traslado de la persona imputada a un penal al otro lado del país.
Los traslados constantes de personas de una prisión a otra parecen siempre ser justificados por algún imperativo de seguridad intra o extra penitenciaria: represalias por la detención, autogobierno o riesgo de motines, siendo la variable de ajuste favorita del sistema penitenciario, tanto que la “rotación penitenciaria”, se encuentra casi elevada al nivel de política pública.
Lejos de tratarse de casos aislados, los traslados afectan a casi una tercera parte (28%) del total de la población penitenciaria (tanto de fuero estatal como federal); a nivel federal, en promedio, 60% de las personas fueron trasladadas desde otros penales, como reportó la Encuesta Nacional sobre Población Privada de Libertad (ENPOL) hecha por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en 2017; y 16% son originarias de otra entidad federativa, según estadísticas de la Comisión Nacional de Seguridad.
Mientras que en el fuero estatal, la ENPOL reportó que las entidades con mayor porcentaje de traslados son Durango y Guanajuato con 54% y 56% respetivamente.
¿Las consecuencias? Obstáculos graves al derecho al acceso a la justicia, al debido proceso, y al contacto con el exterior.
Esta situación además nos impone una normalización de la “tele justicia”, donde una pantalla compensa la presencia física de la persona imputada en su propio juicio, las personas pueden estar internadas en un lugar y su proceso penal seguir en otro, lo que dificulta el acceso una defensa adecuada y a una vida familiar, aún más complicada para las mujeres en conflicto con la ley, debido al estigma y abandono que sufren.
Los traslados tienen también un impacto drástico en materia de cambio de régimen penitenciario, el cual cambia según las condiciones del nuevo centro, lo que afecta su acceso a actividades o capacitación laboral, así como su posibilidad de movilidad dentro del centro, o el simple acceso a la luz del día.
Finalmente, el proceso de traslado propicia situaciones de tortura, tratos crueles inhumanos y degradantes, como lo resaltó el Subcomité para la Prevención de la Tortura en el marco de su última visita a México.
Todo esto, fuera del escrutinio judicial, hasta la aprobación de la Ley Nacional de Ejecución Penal (LNEP), que en su capítulo V, plantea que las personas sujetas a prisión preventiva tendrán que cumplir con su resolución judicial en el lugar más cercano al donde se lleva su proceso y las personas sentenciadas en el lugar más cercano a su domicilio.
La LNEP también establece que todos los traslados –voluntarios o involuntarios- deben ser supervisados por el o la jueza de ejecución, incluso aquellos que se realizan por supuestas necesidades de seguridad.
Para garantizar la dignidad humana de las personas privadas de libertad y la gobernabilidad en los centros de reclusión del país, el poder judicial necesita impulsar la legalidad en los procesos de traslados.
A la fecha, la mayoría de los traslados siguen sin supervisión de las y los jueces de ejecución, en una opacidad total y dejando a las personas sin protección jurídica. Urge una #PrisiónConLey
Por Maissa Hubert, Coordinadora del Programa Sistema Penitenciario y Reinserción Social de Documenta: @MaissaHC
Foto: Archivo Cuartoscuro.
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